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Tal vez cuando envejecemos a muchos urbanitas nos sobreviene una nostalgia intensa por la naturaleza, es decir, por algo que no hemos vivido sino esporádicamente y siempre como algo exótico. En Buenos Aires la experiencia de la naturaleza se limita a ir a algunos de los hermosos parques de la ciudad, a llegar no sin dificultades hasta el río de la Plata para contemplar sus regias aguas marrones, o a viajar por un par de horas hasta el delta del Tigre, donde hay mucha agua, muchos árboles y un sombrío y bello ambiente tropical.

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Todo esto para decir que cuando vi la invitación del Gobierno de la Ciudad para incorporar voluntarios al rescate del arroyo Cildáñez, inmediatamente me inscribí. ¡Y me llamaron! Iba a estar a orillas de un arroyo, un arroyo en Buenos Aires es algo insólito, así sea contaminado y maloliente… además, junto al lago Lugano, un lago artificial casi por completo desconocido.

Claro que eso requería ir hasta el borde sur, donde la ciudad es más pobre, más chata, más industrial y tiene mala reputación. Aclaremos: lago y arroyo están muy cerca del parque Indomaericano que abarca más de 100 hectáreas cargadas de historias conflictivas, de buenas intenciones y de proyectos visionarios e inconclusos.

Hablamos de lo que una vez se llamó el Bajo Flores, tierras anegadas por las aguas del sistema del Riachuelo (que incluye el arroyo Cildáñez). Las tierras fueron rellenadas y allí se construyeron edificios populares. Durante la dictadura se proyectó hacer un parque de diversiones y un parque zoofitogeográfico, pero debido a un escándalo de corrupción las obras se interrumpieron, quedando solo el de diversiones, llamado Parque de la Ciudad. Con el tiempo desaparecieron las atracciones pero quedó el parque. El resto de las tierras fue destinado a… ¡basurales!

Afortunadamente también los basurales fueron eliminados y en 1995 se inauguró el Parque Indoamericano, allí se construyó luego un cementerio simbólico en honor a los caídos en la guerra de las Malvinas y más tarde un paseo en homenaje a  las víctimas de la dictadura. También se creó el Centro de Información y Formación Ambiental, y se intentó construir un Polo Farmacéutico que no prosperó. Hubo otras ideas menos científicas pero más populares, como la Ciudad del Rock, que costó bastante pero duró muy poco. Eso no es todo: más de una vez el parque fue escenario de sucesos violentos debido a invasiones y reclamos de personas sin vivienda.

¡Pero atención!, el espíritu visionario no se ha extinguido: ahora se está construyendo allí la Villa Olímpica para albergar a los atletas que participarán en los Juegos Olímpicos de la Juventud 2018 (hay que reconocer que los edificios son muy bonitos y que la idea de, una vez terminados los juegos, vender las viviendas a los vecinos de la zona es muy buena).

En fin, me imagino que cuando los gobernantes observan el mapa de Buenos Aires y ven Vila Lugano-Villa Soldati, se dicen: Mmmm, ¿y qué hace todo eso vacío? ¡Hagamos algo allí, algo importante, algo que deje huella, algo digno de ser recordado junto a nuestros nombres!!

Volvamos a lo nuestro. El grupo de voluntarios reunidos a las 8:30 de la mañana es variopinto, desde muy jóvenes (incluso una chica con sandalias de plataforma) hasta una anciana. Ya en la combi que nos llevaría desde Plaza Italia se incorporan dos personas de mediana edad que parecen formar parte del equipo, son los “animadores”, hacen chistes y relajan el ambiente, algo importante para los novatos pues ir hacia una zona desconocida y de mala fama puede generar cierta tensión.  Cruzamos gran parte de la ciudad y una hora después finalmente llegamos.

Aunque todo estaba muy cuidado y bien señalizado, el mal olor de las aguas contaminadas se hace sentir. Pero como los humanos somos tan adaptables, al rato el olor ya no molestaba. Los responsables del programa de biorremediación del arroyo nos recibieron muy amablemente y nos explicaron muchas cosas, todas interesantes. Son jóvenes relacionados con la ciencia y la ecología, derrochan compromiso, entusiasmo y ganas de hacer proselitismo a favor del ambiente. Me hizo pensar que la ecología es una suerte de religión laica de nuestro tiempo, a la cual desde luego me adhiero.

Nos dieron a elegir tareas. «Bajar a la costa» está reservado para los más experimentados: los veteranos se pusieron botas, guantes, tomaron unos largos palos con red en los extremos y fueron a recoger desperdicios del agua.

A mí me asignaron a la construcción de balsas, donde luego se «sembrarían» plantas acuáticas que por sí mismas y durante su crecimiento absorben los contaminantes.

Construir una balsa es un trabajo de equipo de al menos dos personas. La mayoría éramos mujeres, uno pensaría que construir balsas es más bien tarea de varones, sin embargo se nos dio muy naturalmente, quizá porque a las mujeres se nos hace familiar trabajar con telas y todo el proceso se parece a forrar un cuaderno gigante.

Después hubo que transportar plantas acuáticas desde unos piletones hasta donde estaban las balsas ya terminadas. Eso fue fácil. Pero lo siguiente me inquietó: uno de los jóvenes encantadores nos explicó a toda velocidad las características de las distintas plantas acuáticas nativas, eran muchas plantas y muchas características. Nos dijo cómo debíamos “podarlas” para que absorbieran con más energía los nutrientes y también los tóxicos del agua contaminada, cómo debíamos formar ramilletes, y luego nos mostró cómo hacer las hendiduras en las balsas para “plantarlas” allí.

Dios, me dije, lo voy a hacer mal, soy fan de todas las plantas del mundo pero soy torpe y las arruino… Estaba yo presa de la angustia cuando apareció mi salvador: un señor con varias regaderas de un lindo color verde manzana. ¿Voluntarios para regar?, preguntó en alta voz. Y contesté de inmediato: ¡Yo!!! Me di vuelta y le dije a la instructora: me voy a regar.

Si hay algo que me gusta en el mundo es regar. Ya sé que es un placer sencillo, pero yo no tengo jardín, ni patio, ni terraza, ni nada por el estilo. Envidio a las personas con una manguera en la mano que riegan sus jardines en las tardes de verano, escucho el sonido del agua y casi siento el olor exquisito de la tierra mojada… ¡Era mi día! Iba a disfrutar del riego bajo el ardiente sol de verano…

Pero no fue como regar un jardín inglés. Fue más bien experimentar una tarea tan antigua como la raza humana: acarrear agua. Primero caminamos bastante hasta llegar a un tanque de agua en la tierra, cuya tapa de cemento los varones desplazaron con esfuerzo. Iban llenando las regaderas y las pasaban. Luego había que llevar las regaderas llenas hasta los arbolitos sedientos plantados en terrazas a la vera del arroyo. Eso estaba a unos cien metros. ¡Y el agua de las regaderas no duraba nada! Así que traté de «rendir» el agua, regando muchas plantas con poca agua. Luego el instructor nos dijo que era un error serio, que podía ser incluso peor que no regar la planta. Oh my God!, vuelta a regar las mismas plantas. ¡Con lo útil que hubiera sido contar con una larguísima manguera! Alguien sugirió construir una acequia. Otro un estanque. En fin, ya sabemos que el ingenio humano se aviva mucho cuando se trata de evitar el esfuerzo físico.

Al fin llegó la hora del almuerzo. ¡Literalmente nos habíamos ganado el alimento con el sudor de nuestras frentes!

Guardamos todo y formamos fila para que nos entregaran una primorosa bolsita donde había un sandwich, una manzana y un jugo. A la orden de ¡vamos al mirador!, nos encaminamos con nuestras bolsitas hacia la vera del lago. Fue muy agradable. Mientras comía mi sandwich y observaba a un grupo de patos en el agua, escuché a los jóvenes ambientalistas contar cómo se construyó el lago Lugano, qué había antes en la zona, supe que durante la Colonia los nobles españoles iban allí a cazar, por qué es importante conservar las plantas nativas, cuántas plantas exóticas han dañado el ambiente…

Luego, hermanados pro el esfuerzo, nos tomamos las inevitables fotos de grupo y abordamos los vehículos que nos llevarían a nuestra vida regular. Todo eso sucedió durante una mañana de un día cualquiera en Buenos Aires. ¿Cómo no querer repetirlo?