Liu Xiaofang, "I remember"

Liu Xiaofang, «I remember»

A Yolanda Pantin

-Podría vender vitaminas. Se gana dinero.
-¿Tú crees?- dijo Cristina incrédula. -Yo no sirvo para vender nada. Además, cuando hago cuentas siempre me equivoco.
-Pero estas vitaminas se venden solas, dan una fuerza increíble. Son importadas. ¿Por qué no prueba?
-Mejor me las tomo. Si tengo suficiente fuerza tal vez consiga otro trabajo.

Cristina suspiró y se sentó en el borde de la silla tratando de evitar la rotura del centro. Era una posición un tanto incómoda, pero ya se había acostumbrado, porque cuando comía con los niños no siempre estaban dispuestos a cederle la única silla que aún se conservaba entera.

-Es una lástima, estaba ilusionada con ese trabajo. Ya me había hecho a la idea de ir todos los días a un mismo sitio, a la misma hora. Uno entra sonriendo, respira un olor conocido, dice buenos días y se alisa el pelo. Está bien, pensé, me resultará fácil porque soy una persona muy rutinaria. Cualquier cosa que se salga de lo acostumbrado me provoca un sentimiento raro, como un desconcierto.

-Sí, es una lástima- confirmó él y de verdad sintió lástima por esa mujer delgada y casi desconocida. Pero él no se entregaba con facilidad a esa clase de sentimientos; irguió la regia cabeza y comenzó a lavar los platos.

-Las cosas se dan cuando tienen que darse. Ese trabajo no era para usted, Cristina, convénzase. Saldrá algo mejor.

Era diestro, metódico y elegante hasta en los gestos más nimios. Las ollas salían inmaculadas de sus manos, los platos quedaban apilados de acuerdo al tamaño y los vasos boca abajo sobre una servilleta de papel. A pesar de la naturalidad de su actitud, de su encantadora espontaneidad, resultaba inquietante ver a ese joven alto y atlético, un experto surfista, concentrado ante el fregadero. Ella lo admiraba tan sumisa que las palabras escaparon de su boca: «es como tener a Apolo en la cocina».

-¿Cómo?- preguntó él.
-Nada, hablaba sola. ¿Quién te enseñó a lavar los platos?
-Mi mamá- respondió él orgulloso. -Como ella siempre trabajó mucho, en mi casa todos colaboramos desde pequeños. Yo sé hacer de todo: cocino, plancho, hago las compras. Por cierto, Cristina, ¿ustedes qué comen?
-No sé, comidas normales. ¿Por qué?
-Porque su despensa está vacía.
-Compro lo del día. No he tenido mucho ánimo últimamente.
-Si quiere, cuando compre para mí puedo comprar también lo que usted me encargue. Yo sé de un sitio donde venden las cosas más baratas.
-Al supermercado de la esquina no puedo ir más.
-¿Por qué?
-Porque me vieron robando una lata de aceite de oliva.
-¡Qué vergüenza!
-Ni me lo digas.

Habían permanecido por un momento en silencio cuando sonó el teléfono. Ambos se sobresaltaron porque el timbre estaba conectado a un pequeño altoparlante, de esa manera Cristina se aseguraba de oírlo desde cualquier sitio de la casa, aun con la puerta cerrada. Se levantó de inmediato, hacía horas que esperaba una llamada. A veces odiaba el teléfono, tanto como se puede odiar un vicio: hasta había escrito un largo y elocuente poema en contra del teléfono. Volvió a la cocina con aspecto vencido. El la miró a los ojos.

-Número equivocado- se sintió obligada a decir.

Volvieron a quedar en silencio. Sintieron cierta incomodidad porque él ya había guardado los platos y no encontraban qué hacer en la cocina. Por fin se atrevió a mirarla de soslayo y le dijo: Está un poco delgada, disculpe la indiscreción. Creo que es buena idea que tome las vitaminas, tengo un frasco de muestra. Ahora se lo traigo.

Cuando él salió, la cocina se vio desolada y más ruinosa que nunca. Cristina tomó un libro, se sentó en el vetusto sillón que había sido de su abuelo y vagó su mirada por la sala. Amaba ese lugar de la casa. Poco a poco había ido poblando las paredes de imágenes que con el tiempo se le hacían tan familiares que no concebía la idea de quitarlas. Odiaba los cambios. Así, reproducciones de pinturas donde los cielos eran obscuros y más turbulentos que el mar, afiches, fotos de parientes lejanos, postales recibidas con ansiedad desde el extranjero, manualidades infantiles, se mezclaban con pilas de libros y muebles rudimentarios llenando cada centímetro del abigarrado espacio.

«Los objetos más preciados son los que tienen una historia, aunque esa historia nos sea desconocida», le habían dicho alguna vez y de inmediato hizo suya esa idea que pareció haber sido concebida para explicar su extravagante impulso. Porque a menudo Cristina llegaba a su casa llena de entusiasmo con su viejo automóvil cargado de cosas encontradas en la calle, cosas que habían sido desechadas por sus dueños con alivio y en las manos de Cristina cobraban una vida inesperada.

Allí, en la penumbra de la sala, se sentía segura, tanto que a veces pensaba que jamás lograría salir de la casa. Pero, naturalmente, siempre se veía obligada a enfrentarse al mundo, un mundo inhóspito del que regresaba debilitada y ansiosa.

Cerró los ojos, entregada con placer a la melancolía. Es irremediable, se dijo, ya habituada a pensar en la dicha como algo perdido.

Una leve presión el hombro la sacó de su ensimismamiento. Abrió los ojos y se sobresaltó. Era Apolo otra vez, con su irresistible sonrisa, ahora en la sala de su casa. Pensó resignada que jamás se acostumbraría a la presencia de ese nuevo inquilino, saludable, hermoso, dorado, lleno de optimismo.

-Tome, le dijo él en voz baja extendiéndole un vaso de agua.
-¿Qué es?
-Las vitaminas. ¿Le importa si subo un poco las cortinas? La tarde está preciosa.

El cuarto se llenó de luz y una suave brisa hizo tintinear la vieja araña de cristal. Cristina observó al silueta del joven apoyado en el dintel de la ventana; era una figura irreal, casi un dibujo.

Luego, tomó en sus manos el frasco de vitaminas que encerraba cientos de cápsulas multicolores y brillantes. Pensó en los magos poderosos y protectores de los cuentos leídos en la infancia, en las antiguas promesas, en los lejanos secretos de la felicidad.
Hizo rodar varias cápsulas sobre la palma de la mano, eligió la más bonita, se la llevó a la boca y bebió un largo sorbo de agua.

Del libro Un médico chino, Blanca Strepponi. Monte Avila, Caracas, 1999