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Una historia estilo Woody Allen

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Parecía un programa sencillo: ir a Dyker Heights, en Brooklyn, a ver la exacerbada decoración navideña del vecindario. El mapa sugería ciertas dificultades de acceso, pero nada del otro mundo: había que tomar el metro y luego caminar unas cuadras. Sin embargo, el viaje se hizo largo y melancólico: ya había oscurecido, hacía frío y había comenzado a llover, una suerte de lluvia nieve que impulsada por el viento iba de aquí para allá con gran entusiasmo. Y nosotros sin paraguas.
Desde el tren veíamos las calles desiertas, pero casi todas las ventanas de los edificios estaban iluminadas y dejaban ver pequeñas estampas domésticas: mesas servidas con cuidado, personas conversando, arbolitos de Navidad…En el vagón creímos ver una pareja asiática en plan turismo, como nosotros, pues llevaban sendas cámaras fotográficas colgando graciosamente. La muchacha inclinaba su cabeza sobre el hombro de su amigo, era extremadamente blanca, cubierta por un aura de porcelana, como un ser de otro mundo.
El tren continuaba su marcha, estaciones que llevaban números por nombre: 55St, 62St, 71St, 79St… A dónde íbamos??

Al fin bajamos. Primero, a buscar un paraguas. Segundo, a preguntar. Aunque Gustavo no quería preguntar, a los hombres no les gusta preguntar, afirmaba convencido que estábamos muy cerca. Comenzamos a caminar cuando vi, cual faro en la oscuridad, una agencia de remises (en Brooklyn no hay taxis en la calle, hay que llamar por teléfono a una agencia. Si no tienes los datos de una agencia, o si no tienes celular, como nosotros, pues no tienes taxis…). Tomemos un taxi, rogué. Gustavo dijo que no hacía falta, ya teníamos paraguas. Así que a caminar. Un par de cuadras después insistí en preguntar, unos no sabían nada de las tales luces, otros nos indicaban un lugar lejano, y casi todos se sorprendían de que quisiéramos pasear bajo la lluvia helada. Así somos los turistas, arrojados y persistentes.
Gustavo cedió y volvimos a la agencia de remises. Nos atendió un hombre guapo y entusiasta, orgulloso de las luces de Dyker Heights, el gran atractivo del barrio (tal vez el único), un evento que ya figuraba en el-qué-hacer-en-diciembre-en-NY. Desde Manhattan se organizan excursiones para turistas que cuestan 55 dólares!! Y aquí esta su taxi! Tenga una tarjeta para que nos llame y buscarlos. Autobuses? Mmmm, están lejos. No tienen celular? Busquen el bar Columbus, allí les prestarán el teléfono.
Y subimos al taxi, mojados pero felices como perdices. El conductor resultó ser un señor muy amable y conversador. Tenía un acento infernal, Ucrania?, Bielorrusia? Las calles se sucedían bajo la lluvia, un edificio marrón tras otro… A dónde íbamos??
Así hasta que el auto quedo semi-atrapado, era la señal de que allí comenzaba el paseo. El conductor nos dio mil detalladas explicaciones, que por alguna razón me resultaban comiquísimas. Nos dijo que su nombre era Armandi, nos dio la misma tarjeta que nos habían dado antes y nos dijo que lo si lo llamábamos nos buscaba. A qué explicar algo tan raro en estos tiempos como que dos personas no tienen celular??? Nos despedimos con mutuos y efusivos buenos deseos de Nochebuena.
El paisaje resultaba abrumador: casas decoradas con luces en todos y cada uno de sus rincones, escalones, bordes, jardines, barandas. Todo titilando ansiosamente con mil colores y formas que se desafiaban unas a otras. Compitiendo con el despliegue de luces, una tendencia estremecedora se abría paso: el uso de inflatables: muñecos inflables, muchos móviles, que se inclinaban y balanceaban como en una pesadilla recurrente: Santas, duendes, princesas, personajes de Disney, autos, renos… el mundo inflable no sabe de límites. Dóciles  nos entregamos a la contemplación, rodeados de turistas asiáticos. Cuadras más tarde, nos confesamos que ya teníamos bastante y comenzó entonces la tarea de determinar cómo volveríamos a nuestra casa desde este rincón remoto. Dimos algunas vueltas, confrontamos nuestros respectivos sentidos de orientación, y llegamos a una parada de bus. No nos pusimos de acuerdo acerca de si era la parada correcta, pero como hacía tanto frío y llovía ya casi horizontalmente y surgió un bus entre la bruma, pues subimos. A algún lugar mejor que ese iría. Gustavo consultó con el chófer, el chófer (pakistaní?) no entendió la pregunta pero igual contestó y nosotros tampoco entendimos la respuesta. Qué importaba, al menos no hacía frío y estaba seco. Suspiramos pensando que en casa esperaba nuestra cena de Navidad… llegaríamos en algún momento?? Esas interminables avenidas de Brooklyn… De pronto, Gustavo anunció que debíamos bajar inmediatamente, sí, reconoció algo, un camino en el bosque oscuro: era la 4a avenida, allí tomaríamos otro bus, uno que nos dejaría a solo 6 cuadras de las largas. Bajamos y, con la irrealidad propia de un sueño, sucedió esta escena: un hombre bajó de lo que parecía un remise. Gustavo se inclinó hacia el chófer, le preguntó si nos podía llevar, el chófer tenía cara conocida, todos nos miramos un poco incrédulos: hi, what, are you Armandi? Yes, I am. We are lost!! I can’t believe it!

Armandi nos fue enviado por nuestro ángel personal, qué duda cabe? Cómo se explica sino que en una ciudad de 5 millones de habitantes, como es Brooklyn, Armandi nos hubiera «encontrado»?

Armandi -quien no era bielorruso ni ukraniano, sino egipcio- nos hizo el mejor regalo de Nochebuena: comprobar que la vida con sus pequeños misterios puede sorprendernos y hacernos disfrutar de la belleza de las cosas simples.